En el fondo un buen puesto

27.03.2012 23:10

Hace tan sólo unos días pude leer lo que había escrito alguien que me hizo bastante gracia. Comentaba, que todos los puestos que los aficionados a la caza de la perdiz con reclamo contaban a modo de relato eran buenísimos, que en ellos sus reclamos habían sido maravillosos, que el campo había respondido de maravillas y que al final habían tirado varias perdices como mandan los cánones. Seguía diciendo este hombre, que todavía no le había leído a ningún cuquillero un mal día de reclamo, que al parecer todos los puestos que los aficionados a esta modalidad de caza les habían hecho a sus pájaros habían sido apoteósicos.

Pues bien, para que este hombre que hacía el anterior comentario vea que siempre no es así, voy a tratar de contarles lo que a Manuel le ocurrió en un puesto de cuco, en un puesto que durante dos o tres horas fue lo más horroroso que nadie puede imaginar, ya que además del pájaro de la jaula casi no abrir el pico en toda la tarde, el campo ese día parecía estar también mudo o haber emigrado de la zona. Aparte de otra montonera de cosas, todas ellas negativas, que también ocurrieron en aquel puesto. Un puesto que, aunque en cuanto a la caza de la perdiz con reclamo fuera un desastre, al ser Manuel un cazador de los que cuando salen al campo van a cazar sin hacerle remilgos a ninguna especie de caza salvaje, y de los que en la canana o en algún bolsillo siempre llevan cartuchos capaces de matar lo que sea, al final la tarde se arregló y no fue tan mala como podía haber sido.

Corría un día del mes de Febrero de 1.965, cuando Manuel, que por entonces tenía 17 frescos años, nada más acabar de comer le dijo a su padre que le dejara un pájaro de perdiz que un amigo le había llevado desde Granada a la zona de Sierra Morena de Jaén donde vivían, al que por cierto le llamaban el «Granaino». Aquel pájaro en el jaulero parecía querer «comerse el mundo», ya que no paraba de cantar desde que amanecía hasta que se hacía de noche, de ahí que Manuel se lo pidiera a su padre para hacerle el primer puesto de la temporada, pues pensaba que con él se iba a divertir de lo lindo, ya que según apuntaba debía ser buenísimo. A su padre al principio no le pareció muy buena la idea, ya que aunque confiaba en Manuel y sabía que era incapaz de hacerle una jugarreta a un pájaro, tenía ganas de sacarlo él por primera vez al campo y, con más conocimiento que Manuel sobre los pájaros, observar y ver bien lo que era capaz de dar de sí el «Granaino». Aunque al final y ante tanta insistencia le dijo que bueno, que le dejaba el pájaro, aunque no sin antes echarle la charla y «leerle las leyes penales», diciéndole que tuviera cuidado con él, ya que parecía apuntar bien aquel animal.

La tarde era bastante buena en todos los aspectos: cielo despejado, viento en calma, una temperatura propia de Andalucía ya por esas fechas en que estaban y, sobre todo, con «el campo totalmente en celo». Manuel cogió el viejo chaquetón de paño que utilizaba para la caza, la escopeta planilla de perrillos del 16, un puñado de cartuchos, entre los que iban un par de ellos o tres de bala por lo que pudiera ocurrir y, a continuación, le echó por encima la sayuela al «Granaino», se lo colgó a la espalda y tomó el camino de «El Cerrillo de las Obras», que estaba como a un kilómetro de su casa, en una de las fincas vecinas, que era donde iba a hacer el puesto. Cuando llegó, lo primero que hizo fue retocar un poco la mata donde se iba a sentar, sobre todo la tronera del puesto y el postizo para colocar la jaula, y una vez hecho esto, Manuel le quitó la sayuela al pájaro, le hizo unas «carantoñas» y despacito se fue hacia el puesto y se metió en él.

Nada más dejar el pájaro en el postizo, éste empezó a entonar unos cantos un tanto tímidos y, a partir de ahí, la callada fue para toda la tarde, ya que no volvió a abrir el pico más el cabr… del «Granaino». Pero es que los pájaros del campo, a pesar de que el celo estaba en pleno apogeo, parecía que se habían contagiado del de la jaula, ya que tampoco se escuchaba cantar ninguno por ningún lado.

Manuel siguió aguantando mecha metido en el puesto esperando con cierta ansiedad ver «despertar» al «Granaino», a aquel pájaro que tan bien parecía apuntar, hasta que a la media hora más o menos empezó otra vez a querer cantar. Digo a querer cantar porque no acababa de arrancarse del todo, lo hacía poco a poco y sin mucha fuerza. Pero cuando parecía que estaba empezando a desperezarse y queriendo cantar de verdad, el pájaro empezó a mirar hacia la parte de atrás del puesto y a bregar. Aunque al final lo que hizo fue aplastarse en la jaula y pegarse a su suelo como si lo que estaba viendo se lo fuera a comer. Cuando Manuel miró hacia atrás por una de las rendijas del puesto, vio que lo que venía hacia él era Paquito, el estanquero del pueblo, con su pájaro a la espalda también dispuesto a hacerle el puesto allí. Por cierto de una guisa que daba risa verlo, ya que aunque el día era totalmente despejado y con un sol que echaba chispas, el buen hombre venía con un impermeable puesto, de aquellos amarillos tipo bacaladero, que parecía un payaso, no por el color chillón de éste, sino porque «el difunto al que debía habérselo quitado» debía tener tres o cuatro tallas más que él, por lo que le estaba enorme de grande.

Cuando Paquito llegó, Manuel le dijo que lo único que le había hecho falta a su pájaro era eso, que hubiera llegado él, pues con lo que le había costado arrancarse a cantar, seguro que ya no abría más el pico en todo lo que quedaba de tarde.

Al final Paquito se marchó y Manuel se quedó otra vez esperando verle la gracia a «Granaino», pero otra vez cuando el animal parecía que quería animarse, a jorobarse tocaron, ya que se volvió a pegar al culo de la jaula y no decir ni este pico es mío. Cuando Manuel empezó a mirar de nuevo por las rendijas del puesto para ver que era lo que le había hecho aplastarse a el «Granaino», vio que esta vez lo que se acercaba era un toro feo de grande, «El Cojo», un toro de corrida de Arauz de Robles, que se había quedado por aquella zona precisamente porque cuando se llevaron al resto de los que habían estado allí pastando en aquella finca no se lo pudieron llevar, precisamente por su cojera. Manuel ya no sabía que hacer, si cambiarle los cartuchos de perdigón a la escopeta por los de bala que llevaba en el bolsillo por si acaso o levantarse y darle unas voces al bicho para que se marchara, aunque al final, sabiendo la fama de mala leche que había cogido aquel toro por aquella zona de sierra debido a la cantidad de pastores, leñadores y otras personas serreñas que había corrido por aquellos cerros, acabó haciendo lo primero que había pensado, meterle los cartuchos de bala a la escopeta y esperar aplastado lo mismo que había hecho el pájaro, hasta ver que hacía el toro, si se marchaba o venía con las ganas de pelea que al «Granaino» le habían faltado durante toda la tarde con los pájaros del campo.

Al rato, cuando ya casi olía mal en el puesto debido a las consecuencias del miedo que Manuel estaba pasando dentro de él, pudo ver cómo el toro se descolgaba por la falda del cerro que tenía a su derecha y desaparecía. Entonces fue cuando Manuel empezó a respirar de nuevo con cierta tranquilidad, ya no sólo por lo que el toro pudiera haberle hecho a él, sino también por lo que él le hubiera podido hacer al toro si se le hubiera intentado arrancar, pues si le hubiera tenido que meter un escopetazo de bala en el cuerpo y matarlo, el lío en que se podía haber metido hubiera sido cojon…

Cuando el toro desapareció cerro abajo, Manuel pensó que lo mejor era encender uno de aquellos pitillos de los llamados celtas largos o del «paquete colorao», fumárselo y salir zumbando hacia casa con el mochuelo más que pájaro de perdiz que había resultado ser el «Granaino», ya que después de todo lo acontecido durante la aciaga tarde, milagros podía esperar pocos. Pero cuando con más ganas le estaba chupando al cigarrillo por ser las primeras caladas después de encenderlo, por la tronera del puesto vio al perro mastín de Juan Canelo, el del guarda de la finca, que venía delante del hombre por el espolón que iba desde el cerro de más arriba hasta donde estaba el puesto. En principio a Manuel le entraron ganas de no decirle nada al guarda y dejarlo pasar sin que lo viera, ya que lo que menos le apetecía era tener otra inesperada «visita» más aquella tarde en el puesto, pero se dio cuenta de que si el hombre seguía por donde iba, al final también se iba a encontrar con el toro y le podía dar un disgusto, así que esperó hasta tenerlo cerca para toser y hacerle notar su presencia y después levantarse del puesto para avisarle del toro. Pero aunque así lo hizo, aquel hombre entre el ruido que iba haciendo con los pies al andar y el que hacían los canutillos de la pana de los pantalones al «chiscar» una pierna con otra, no se enteró de nada, así que cuando Manuel se levantó del puesto, Juan Canelo se llevó un susto que casi le cuesta la misma vida, tanto que se le puso la cara de un muerto al ver el bulto que hacía Manuel al salir por encima de la mata en la que estaba tapado, un bulto que para nada esperaba ver salir de dentro de la mata. Juan el hombre, con la voz bailona, le dijo a Manuel:

—¡Pero hombre! Muchacho, haberme chistado antes de levantarte, que me has dado un susto de muerte, cojon…, que tengo ahora mismo el corazón para darme un trueno y salirse por la boca a cachos.

—Joé, Juan, si he tosido para que me escuchara, pero venía Ud. haciendo tal ruido espolón abajo que aunque le hubiera «soltado un tiro» no se hubiera enterado.

Al final Manuel le dijo a Juan lo del toro, hacia donde se había marchado el animal y que tuviera cuidado con él, ya que según decían, aquel bicho era más malo que un rayo, a lo que Juan le contestó:

—Ya lo sé, Manuel, que es más malo que un jodido rayo. Fíjate si lo sabré bien, que hace un par de días cuando iba buscando una cabra que me faltaba en el rebaño, me encontré con él en «El Barranco del Pocico de don Juan» y me hizo el cabr… subirme a una encina y allí me tuvo encaramado hasta que le dio la gana de marcharse.

Cuando Juan se marchó, Manuel se metió otra vez en el puesto para acabar de fumarse el cigarro antes de tomar el camino hacia su casa, pero no le había dado dos caladas más, cuando espantada de Juan, vio venir una marrana enorme de grande seguida por varios lechonatos y algún que otro primal ya bastante crecidos, más de la cuenta para seguir aún detrás de una marrana en piara, que venían a pasar todos, si no «quebraban el viaje» antes, por la clara o plaza del puesto.

Cuando Manuel vio venir hacia él la piara, los ojos se le abrieron como platos y pensó que al final la tarde se iba a arreglar bien arreglada, sobre todo cuando le vio a los primales el buen lomo y jamones que tenían y el buen apaño que harían en la casa metidos en la tinaja del adobo, así que sin pensarlo dos veces, se metió la mano en el bolsillo, agarró los cartuchos de bala, se los metió a la planilla de perrillos del 16 y a esperar con el corazón a todo trapo que los marranos llegaran a la clara o plaza del puesto para zurrarle el escopetazo al más grande de los primales, que andaría fácil por los 50 o 60 kilos. Al final eso fue lo que ocurrió, que los marranos llegaron donde debían llegar y allí se quedó el más grande de los primales «espatarrao» como si se tratara de un pájaro encelado que hubiera entrado a la plaza o clara reclamado y recibido por el «Granaino».

El tiro, al ser casi a bocajarro, Manuel se lo pegó al primal justo por detrás de la oreja, en la tabla del cuello, algo que hizo así para no estropearle al animal la carne de una de las mejores partes del cuerpo, la de las paletas, ya que una paleta «machacada» por el tiro, según los viejos de aquella zona de Sierra Morena donde Manuel vivía, era casi carne perdida de cara a la tinaja del adobo y por tanto una verdadera pena.

Con el sol ya casi a punto de taparse por encima de la ceja de «Los Llanos», Manuel fue al postizo, le echó por encima la sayuela a el «Granaino», se sacó la navaja cabritera que siempre llevaba en el bolsillo y empezó con gran alegría la faena de avío del marrano, un marrano que cuanto más miraba más bueno veía para meterlo adobado en aceite en la tinaja, ya que lo veía gordo como un tejón y bastante tierno

Lo único que le faltó a Manuel aquella tarde para que al final hubiera resultado redonda, fue algo que por entonces no existía, un móvil, para llamar a su padre para que hubiera bajado con la yegua a por aquel bicho peludo y no tenérselo que cargar a la espalda hasta casa. Pero bueno, al final, pues eso, que hizo lo que siempre hacía en estos casos, hacer el marrano una «talega» y con él a la espalda coger el camino de su casa.